Angela Alvarez Velez
Hace poco me tocó oír que una señora dijera “ay no, mijita,
yo ya no quiero aprender nada. Con lo que sé, me fui”.Que alguien a quien
todavía le quedan suficientes neuronas para aprenderse la trama de cualquier
telenovela diga que no quiere aprender nada más durante el tiempo que le resta
en la tierra y que sólo espera la muerte para salir como egresada de la
Universidad de la Vida me parece insólito. ¿Cómo puede uno querer dejar de aprender?
Entiendo que no todo el mundo quiera enrolarse en una academia formal de
aprendizaje y obtener títulos y grados y diplomas, pero creo que esa señora,
con todo el respeto, no está esperando sino que le den un papelito para
oficializar la despedida, porque ya está muerta por dentro. En el momento en el
que uno deja de querer aprender, se acabó la función.
Tal vez pienso así porque desciendo de una larga línea de
maestros y maestras. Tanto mi papá como mi mamá y mis dos abuelos fueron
profesores, y yo misma he ejercido y amado la docencia (no siempre ambas cosas
al tiempo). Mis hermanas y yo nunca hemos pasado por alto la posibilidad de
aprender, y entre las tres hemos logrado amasar una fortuna en conocimientos
que van desde algunas frases sueltas en italiano, unos caracteres en mandarín y
la letra de varias canciones el árabe hasta un conocimiento íntimo de las
posibilidades de Excel, la habilidad de manejar moto y destreza en el arte de
castrar cerdos. Nada de eso es necesariamente útil en la vida cotidiana de
ninguna, pero aprendimos a hacerlo sólo por el placer de aprender. El filósofo
francés Michel Foucault dijo “Las tres cosas más difíciles en este mundo son:
guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar bien el tiempo”. Pues
bien, yo le sigo trabajando a las primeras dos, pero la tercera creo que va muy
ligada al tema este de aprender de todo y de todos. Si uno tiene la mente
abierta, hay lecciones importantes en cada rincón del mundo y grandes maestros
en todas partes. Basta con estar atentos.
Tomemos la televisión, por ejemplo. Pese a las críticas de
que esa caja pudre el cerebro, a mi ver tele me enseñó muchas. De superman
aprendí una valiosa lección de mercadeo: debes tener algo que no tienen los
demás. Si superman se hubiera quedado en kripton, no sería Super…sería sólo
“man” porque todos tenían los mismo poderes. Tienes que ir a donde tú tienes
súper poderes. Clásico de la administración aprendido del hombre que se ponía
los calzoncillos por encima de las medias veladas. De los Pitufos aprendí que
la sobrespecialización del conocimiento puede encasillarte y que debes
diversificarte o morir en el mercado laboral. Asimismo, de la serie José Miel
aprendí que uno nunca debe emprender una búsqueda sin tener toda la información
disponible y que la comunicación oportuna y eficiente con los demás puede
ahorrarte mucho tiempo, muchos recursos y muchas lágrimas.
La literatura también enseña mucho. De Ricitos de Oro, la
clásica indecisa, aprendí que si uno no sabe lo que quiere, no aprecia lo que tiene
y nunca está contenta con lo que consigue. De Blanca Nieves aprendí las reglas
sobre la correcta manipulación de los alimentos. Y el Patito Feo me enseñó algo
valiosísimo… el éxito es la mejor venganza.
Pero las lecciones valiosas están en todas partes. Mi abuelo
Óscar, por ejemplo, me ha enseñado que hay frases que se acomodan a cualquier
situación. “qué hay por allá”, “qué hubo de lo mío”, “qué hay de aquella” y
“entonces cuándo agendamos algo para gestionar lo de eso” son frases que no
comprometen a nadie y en cambio nos hacen quedar bien a todos. También aprendí
de él que el humor es casi siempre la mejor estrategia y que la lectura es el
mejor vicio del mundo. Mis gatos, por su parte, me han enseñado mucho sobre
ciencias políticas: la unión hace la confusión, y la confusión evita encontrar
a los verdaderos culpables. Como verán, hay grandes maestros en todas partes.
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