R a f a e l E c h e v e r r í a
O n t o l o g í a d e l L e n g u a j e
Hemos dicho que para hacer determinadas declaraciones es necesario tener la debida autoridad. Sin que tal autoridad haya sido concedida, estas declaraciones no tienen validez y, por lo tanto, no tienen tampoco eficacia. Sin embargo, hay un vasto rango de declaraciones que no requieren de una concesión social de autoridad, sino que están asociadas a la propia dignidad de la persona humana. Así como el dignatario, por ocupar una posición de autoridad, tiene el poder para efectuar determinadas declaraciones que la sociedad reserva sólo para algunos, de la misma forma, toda persona humana tiene el poder de efectuar determinadas declaraciones en el ámbito de la propia vida personal y en cuanto ejerza tal poder asienta su dignidad como persona. Una sociedad de hombres y mujeres libres es precisamente aquella sociedad que reconoce y sanciona socialmente los derechos que guardan relación con la dignidad de la persona humana. Ello se relaciona directamente con el reconocimiento de que el individuo, por el simple hecho de serlo, tiene autoridad para efectuar determinadas declaraciones. A continuación vamos a referirnos a un conjunto de declaraciones que pertenecen a este ámbito de autoridad personal. Nos restringiremos sólo a seis, conscientes de que podríamos añadir varias más.
La declaración del
«No»
El decir «No» es una de las declaraciones más importantes
que un individuo puede hacer. A través de ella asienta tanto su autonomía como
su legitimidad como persona y, por lo tanto, es la declaración en la que, en
mayor grado, comprometemos nuestra dignidad. En cuanto individuos, tenemos,
podemos arrogarnos el derecho de no aceptar el estado de cosas que enfrentamos
y las demandas que otros puedan hacernos. Este es un derecho inalienable que nadie
puede arrebatarnos. En muchas ocasiones, sin embargo, el precio de decir que no
es alto y depende nuevamente de cada uno pagarlo o no. Pero, aunque el precio
sea alto, como individuos podemos seguir ejerciendo nuestro poder de decir que
no. Muchos de nuestros héroes, muchos de nuestros santos, son personas a las
que admiramos porque estuvieron dispuestos a pagar con sus vidas el ejercicio de este
derecho. Existen dos importantes instituciones sociales que descansan en el
reconocimiento social del derecho de los individuos a decir que no: la
democracia y el mercado. Ambas descansa en el derecho del individuo a escoger y
todo derecho a escoger se sustenta, en último término, en el derecho a decir
que no. Obviamente no se trata de las únicas instituciones sociales en las que
este derecho se manifiesta, ni se trata tampoco de sostener que no podamos
reconocerles limitaciones. Pero analizar esto nos sacaría del tema que estamos
tratando. Más allá de héroes y santos, de la democracia y el mercado, queremos
destacar la importancia de la declaración «No» en la vida cotidiana de cada
persona. Cada vez que consideremos que debemos decir «No» y no lo digamos,
veremos nuestra dignidad comprometida. Cada vez que digamos «No» y ello sea
pasado por alto, consideraremos que no fuimos respetados. Esta es una
declaración que define el respeto que nos tenemos a nosotros mismos y que nos
tendrán los demás. Es una declaración que juega un papel decisivo en el dar
forma a nuestras relaciones de pareja, de amistad, de trabajo, a la relación
con nuestros hijos, etcétera. De acuerdo a cómo ejercitemos el derecho a la declaración
de «No», definimos una u otra forma de ser en la vida. Es más, definimos
también una u otra forma de vida. La declaración de «No» puede adquirir formas
distintas. No siempre ella se manifiesta diciendo «No». A veces, por ejemplo,
la reconocemos cuando alguien dice «Basta!», con lo cual declara la disposición
a no aceptar lo que se ha aceptado hasta entonces. Ella se refiere, por lo
tanto, a un proceso en el que hemos participado y al que resolvemos ponerle
término. También reconocemos el «No» cuando alguien dice «Esto no es aceptable
para mí» y, al hacerlo, le fija al otro un límite con respecto a lo que estamos
dispuestos a permitirle.
La declaración de
aceptación: el «Sí»
El «Sí» pareciera no
ser tan poderoso como el «No». Después de todo la vida es un espacio abierto al
«Sí». Es, como dirían los especialistas en computación, la declaración que opera
«por omisión» (by default).
Mientras no decimos que «No», normalmente se asume que estamos
en el «Sí». Sin embargo, hay un aspecto extremadamente importante con respecto
al «Sí» que vale la pena destacar. Se refiere al compromiso que asumimos cuando
hemos dicho «Sí» o su equivalente «Acepto». Cuando ello sucede ponemos en juego
el valor y respeto de nuestra palabra. Dado que sostenemos que somos seres
lingüísticos, seres que vivimos en el lenguaje, se comprenderá la importancia
que atribuimos al valor que otorguemos a nuestros «Sí». Pocas cosas afectan más
seriamente la identidad de una persona que el decir «Sí» y el no actuar
coherentemente con tal declaración. Un área en la que esto es decisivo es el
terreno de las promesas. Sobre ello hablaremos más adelante.
La declaración de
ignorancia
Pareciera que decir «No sé» fuese una declaración sin mayor
trascendencia. Alguien podría incluso argumentar que no se trata de una
declaración, sino de una afirmación y, en algunos casos, efectivamente puede
ser considerada como tal (cuando, por ejemplo, la comunidad cualquiera que ella
sea— establece consensual-mente criterios que definen con claridad para sus
miembros quién sabe y quién no sabe). Ello, sin embargo, no siempre acontece y, es más, en muchas ocasiones tampoco
es posible alcanzar ese consenso. La experiencia nos muestra cuántas veces
solemos operar presumiendo que sabemos, para luego descubrir cuan ignorantes
realmente éramos. Uno de los problemas cruciales del aprendizaje es que muy
frecuentemente no sabemos que no sabemos.
Y cuando ello sucede, simplemente cerramos la posibilidad
del aprendizaje y abordamos un terreno pleno de posibilidades de aprender cosas
nuevas, como si fuera un terreno ya conocido. Cualquier cosa nueva que se nos
dice, queda por lo tanto atrapada en lo ya conocido o en la descalificación prematura.
Cuantas veces nos hemos visto exclamando: «¡Sobre esto yo sé!» o «Esto es el viejo
cuento de...» para luego, mucho más tarde, comprobar que escuchábamos
presumiendo que sobre aquello sabíamos, y descubrir que nos habíamos cerrado a
una posibilidad de aprendizaje. Y hay quienes podrán morir sin que logremos
convencerlos de que no saben. Declarar «No sé» es el primer eslabón del proceso
de aprendizaje. Implica acceder aquel umbral en el que, al menos, sé que no sé y,
por lo tanto, me abro al aprendizaje. Habiendo hecho esa primera declaración,
puedo ahora declarar «Aprenderé» y, en consecuencia, crear un espacio en el que
me será posible expandir mis posibilidades de acción en la vida. Nuestra capacidad
de abrirnos tempranamente al aprendizaje, a través de la declaración «No sé», representa
una de las fuerzas motrices más poderosas en el proceso de transformación personal
y de creación de quienes somos.
La declaración de
gratitud
Cuando niños nos
enseñan a decir «Gracias» y a menudo miramos a esa enseñanza como un hábito de
buena educación una formalidad que facilita la convivencia con los demás. No siempre
reconocemos todo lo que contiene esa pequeña declaración. Por supuesto, podemos
decir «Gracias» sin que ello signifique demasiado, aunque, insistimos, decirlo
no es nunca insignificante. Pero podemos mirar la declaración de «Gracias» como
una oportunidad de celebración de todo lo que la vida nos ha proveído y de
reconocimiento a los demás por lo que hacen por nosotros y lo que significan en
nuestras vidas.
En este contexto, no podemos dejar de reconocer el poder
generativo de la acción que ejecutamos al decir «Gracias». Cuando alguien
cumple a plena satisfacción con aquello a que se ha comprometido con nosotros y
le decimos «Gracias», con ello no estamos sólo registrando tal cumplimiento,
estamos también construyendo nuestra relación con dicha persona. No hacerlo
puede socavar dicha relación. No importa el tipo de relación de que se trate,
sea ésta sentimental, de amistad o de trabajo, agradecer a quien cumple con
nosotros o a quien hace suya nuestras inquietudes y actúa en consecuencia, nos
permite hacernos cargo del otro y dirigirnos a su propia inquietud de ser
reconocido en lo que hace y de recibir nuestro aprecio por la atención de que
fuimos beneficiados. Por no agradecer, podemos generar resentimiento y quien se
esmeró en servirnos, en estar cerca nuestro, termina diciendo «Y no dijo ni
gracias». Es muy posible que en el futuro no volvamos a contar, si puede
evitarlo, con su ayuda. Pero no sólo las personas, la vida misma es motivo de gratitud
y celebración por todo lo que nos provee. Decirle «Gracias a la vida», como lo
hace, por ejemplo, la bella canción de Violeta Parra, es un acto fundamental de
regeneración de sentido, de reconciliación con nuestra existencia, pasado,
presente y futuro. No nos puede extrañar, por lo tanto, que algunas sociedades
tengan como una de sus principales actividades la celebración de un día de
acción de gracias. Al declarar nuestra gratitud, no sólo asumimos una postura
«frente» a los otros y «frente» a la vida. Al hacerlo, participamos en la
generación de nuestras relaciones con ellos y en la de la propia construcción
de nuestra vida.
La declaración del
perdón
Bajo este acápite incluimos tres actos declarativos
diferentes, todos ellos asociados al fenómeno del perdón. Así como destacábamos
previamente la importancia de la declaración de gracias, debemos ahora examinar
su reverso. Cuando no cumplimos con aquello a que nos hemos comprometido o
cuando nuestras acciones, sin que nos lo propusiéramos, hacen daño a otros, nos
cabe asumir responsabilidad por ello. La forma como normalmente lo hacemos es diciendo
«Perdón». Esta es una declaración. En español, sin embargo, el acto declarativo
del perdón solemos expresarlo frecuentemente en forma de petición. Decimos «Te
pido perdón» o «Te pido disculpas». Con ello hacemos depender la declaración
«Perdón» que hace quien asume responsabilidad por aquellas acciones que
lesionaron al otro, del acto declarativo que hace el lesionado al decir« Te
perdono». Ambos actos son extraordinariamente importantes y nos parece
necesario no subsumir el primero en el segundo. Lo importante de mantenerlos
separados es que nos permite reconocer la eficacia del decir «Perdón» con
independencia de la respuesta que se obtenga del otro. En otras palabras, lo que
estamos señalando es que la responsabilidad que nos cabe sobre nuestras propias
acciones no la podemos hacer depender de las acciones de otros. El perdón del
otro no nos exime de nuestra responsabilidad. El haber dicho «Perdón», aunque
el otro no nos perdonar a, tiene de por sí una importancia mayor y el mundo que
construimos es distinto—independientemente del decir del otro— según lo hayamos
o no declarado. Obviamente, en muchas oportunidades el declarar «Perdón» puede
ser insuficiente como forma de hacernos responsables de las consecuencias de
nuestras acciones. Muchas veces, además del perdón, tenemos que asumir
responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro. Pero ello no
disminuye la importancia de la declaración del perdón. El segundo acto
declarativo asociado con el perdón es, como lo anticipáramos, «Te perdono»,
«Los perdono» o simplemente «Perdono». Este acto es obviamente muy diferente del
decir «Perdón». A él vamos a referirnos también cuando abordemos el tema del resentimiento.
Sin embargo, permítasenos hacer algunos alcances al respecto. Cuando alguien no
cumple con lo que nos prometiera o se comporta con nosotros de una manera que
contraviene las que consideramos que son legítimas expectativas, muy posiblemente
nos sentiremos afectados por lo acontecido. Más todavía si, luego de lo sucedido,
la persona responsable no se hace cargo de las consecuencias de su actuar (o de
su omisión). Posiblemente, con toda legitimidad, sentiremos que hemos sido
víctimas de una injusticia. Y al pensar así, justificaremos nuestro
resentimiento con el otro, sobre todo en la medida en que nosotros nos hemos
colocado del lado del bien y hemos puesto al otro del lado del mal. Por lo
tanto, consideramos que tenemos todo el derecho a estar resentidos. De lo que
posiblemente no nos percatemos, sin embargo, es que al caer en el resentimiento,
nos hemos puesto en una posición de dependencia con respecto a quien hacemos
responsable. Este puede perfectamente haberse desentendido de lo que hizo. Sin embargo,
nuestro resentimiento nos va a seguir atando, como esclavos, a ese otro.
Nuestro resentimiento va a carcomer nuestra paz, nuestro bienestar, va
probablemente a terminar tiñendo el conjunto de nuestra vida. El resentimiento
nos hace esclavos de quien culpamos y, por lo tanto, socava no sólo nuestra
felicidad, sino también nuestra libertad como personas.
Nietzsche, ha sido el gran filósofo del tema del
resentimiento. Cuando habla de él, lo asocia con la imagen de la tarántula. El
resentimiento, nos dice Nietzsche, es la emoción del esclavo. Pero cuidado. No
se trata de que los esclavos sean necesariamente personas resentidas.
Muchas veces no lo
son, como nos lo demuestra el ejemplo de Epicteto. Se trata de que quien vive
en el resentimiento vive en esclavitud. Una esclavitud que podrá no ser legal o
política, pero que será, sin lugar a dudas, una esclavitud del alma.
Perdonar no es un
acto de gracia para quien nos hizo daño, aunque pueda también serlo. Perdonar
es un acto declarativo de liberación personal. Al perdonar rompemos la cadena
que nos ata al victimario y que nos mantiene como víctimas. Al perdonar nos
hacemos cargo de nosotros mismos y resolvemos poner término a un proceso
abierto que sigue reproduciendo el daño que originalmente se nos hizo. Al
perdonar reconocemos que no sólo el otro, sino también nosotros mismos, somos
ahora responsables de nuestro bienestar. Cuando hablamos de perdonar, suele
surgir también el tema del olvido. Hay quienes dicen «Yo no quiero olvidar» o
«Siento que tengo la obligación de no olvidar». Olvidar o no es algo que no
podemos resolver por medio de una declaración. De cierta forma, no depende enteramente
de nuestra voluntad. El perdón, sin embargo, es una acción que está en nuestras
manos. El tercer acto declarativo asociado al perdón es, esta vez, no el decir
«Perdón», ni tampoco el perdonar a otros, sino perdonarse a sí mismo. En rigor,
ésta es una modalidad del acto de perdonar y, por lo tanto, lo que hemos dicho
con respecto al perdonar a otros, vale para el perdonarse a sí mismo. La
diferencia esta vez es que asumimos tanto el papel de víctima, como de
victimario. Una de las dificultades que encontramos en relación al perdón a sí
mismo proviene de sustentar una concepción metafísica sobre nosotros que supone
que somos de una determinada forma y que tal forma es permanente. Por lo tanto,
si hicimos algo irreparable ello habla de cómo somos y no podemos sino cargar
con la culpa por el resto de nuestras vidas. Esta interpretación no da lugar al
reconocimiento de que en el pasado actuamos desde condiciones diferentes de
aquéllas en que nos encontramos en el presente. Sin que ello nos permita eludir
la responsabilidad por nuestras acciones y nos evite actuar para hacernos cargo
de lo que hicimos, tal postura no reconoce que el haber hecho lo que entonces
hicimos y el recriminarnos por las consecuencias de tales acciones, de por sí,
nos transforma y aquél que se recrimina suele ser ya alguien muy diferente de
aquél que realizara aquello que lamentamos. El perdón a sí mismo tiene el mismo
efecto liberador de que hablábamos anteriormente y hacerlo es una manifestación
de amor a sí mismo y a la propia vida.
La declaración de
amor
La última declaración
de la que queremos hablar en esta sección es aquella en la que un individuo le
dice a otro «Te amo» o «Te quiero». Sin entrar a examinar en esta ocasión lo
que es el amor desde un punto de vista lingüístico, es importante señalar que éste
remite a un vínculo particular, un tipo de relación, entre dos personas. Dada
la ya aludida capacidad recursiva del lenguaje podemos también hablar de amor a
sí mismo, refiriéndonos precisamente al tipo de relación que mantenemos con
nosotros mismos. Un supuesto común es que el amor existe y que decir «Te amo»
no hace más que describir lo que está allí. Basados en tal supuesto, a veces
escuchamos a quienes dicen «¿Qué sentido tiene decirte que te quiero? Ello no
cambia nada». Es posible que ello no cambie la emoción que uno siente por el
otro, pero decirlo o no decirlo no es indiferente a la relación que construimos
con el otro, particularmente cuando este otro es también un ser humano. El declarar
«Te amo» o «Te quiero» participa en la construcción de mí relación con el otro
y forma parte de la creación de un mundo compartido.
Es importante
examinar nuestras relaciones personales fundadas en vínculos de afecto—como lo
son, por ejemplo, nuestra relación de pareja, con nuestros hijos, con nuestros padres,
con nuestros amigos, etcétera— y preguntarnos cuan a menudo solemos declararnos
mutuamente el afecto que nos tenemos. Preguntarnos también qué diferencia le
significaría al otro el escuchar esta declaración. Es importante no olvidar
cómo el hablar — y, por lo tanto, también el callar— genera nuestro mundo-
Mientras escribo, recuerdo la película inglesa
«Remains of the Day», que viera unos días atrás. El tema
central de la película es precisamente la ausencia de la declaración de amor.
En ella vemos lo que sucede con dos personas que fueron incapaces de decirse el
uno al otro «Te amo».
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