Se cuenta del famoso escritor argentino Jorge Luis Borges Acevedo (1899-1986), que se llevaba bien con todo el mundo y era delicioso cuando los periodistas lo entrevistaban en cualquier momento. Siempre los asombraba con frases propias de una personalidad magnética, brillante y contradictoria.
–¿Y qué puede decirnos Jorge Luis Borges sobre las drogas? ¿Probó alguna sustancia prohibida?, le preguntaban. Y él respondía sin reparos: –Yo no bebo, no fumo, no escucho la radio, no me drogo,
como poco. Yo diría que mis únicos vicios son “El Quijote”, “La Divina Comedia” y no
incurrir en la lectura de Enrique Larreta ni de Benavente. Y en cuanto a la fe siempre ofrecía
la misma duda: la transcendencia del hombre. –No afirmo ni niego, pero espero que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno. Y se quedaba tan campante.
En algún momento, este genial escritor de la lengua castellana del siglo XX se percató de que algunas de sus afirmaciones referentes a la fe hacían sufrir a la persona que más amó en este mundo: su madre, una mujer creyente y piadosa. Doña Leonor Acevedo era una dama dotada de un ingenio y una picardía –de la buena– que heredó y cultivó con entusiasmo su hijo. Él veneraba a su madre y sufría lo indecible cuando algo o alguien molestaba la tranquilidad de doña Leonor. Eran años de cobardes bombas y amenazas perturbadoras.
El teléfono sonó a horas angustiantes: –Te vamos a matar y a tu hijo, dijo la voz. Doña Leonor, ya acostada, respondió con toda tranquilidad: –Vea señor, tengo más de 90 años y si no se apura en cumplir su amenaza, por ahí me muero antes. Y se quedó en paz. Sin embargo, hubo una vez que el espíritu de doña Leonor se inquietó. Aunque lo sabía, escuchar de los labios de su hijo que se declaraba agnóstico hizo que su corazón le advirtiera de una amenaza mucho más letal que una bomba. La salvación eterna de
su hijo la perturbaba. Tenía que hacer algo. Y lo hizo.
La estrategia de doña Leonor y el final feliz del genial escritor fueron revelados por un anciano sacerdote a su amigo Pablo Caruso, con el encargo expreso de que lo publicara. He aquí su testimonio:
«A veces, muy de vez en cuando, en el lugar y tiempo menos pensado, el escriba se encuentra una “estrella en el aljibe”, como decía un maestro de periodistas. No sé yo si éste es el caso, pero quiero contarlo. El que esto escribe fue a visitar a su anciano amigo sacerdote, cuyo corazón ya está muy gastado: apenas le quedan unos latidos y los utiliza para seguir rezando a fin de terminar el “buen combate”.
“No estoy retirado”, me aclaró. Un sacerdote nunca se retira, sino que está junto con otros hermanos sacerdotes, en una casa muy acogedora, esperando impaciente ver el rostro de su Señor. La sombra
relajante del frondoso tilo hizo más fácil la deliciosa conversación o monólogo –en mi beneficio, claro está– de este hombre de Dios. Tampoco sabría yo precisar por qué derivó la conversación hacia la madre del mundialmente celebrado escritor argentino.
–“¿Sabes?, me dijo mi amigo, me gustaría que lo contaras… Hazlo con delicadeza, pero cuéntalo”.
Ella, doña Leonor, amaba a ese hijo y su primera preocupación era su alma, por tanto, rezó mucho por este asunto. Un día decidió sacar el tema. –”Hijo, ¿qué es eso que he oído por ahí, que eres agnóstico? ¿De verdad dudas de la existencia de Dios?”. La directa pregunta de doña Leonor logró hacer tartamudear más de lo habitual al escritor, eterno candidato al premio Nobel de Literatura.
–“Lo que pasa, madre, es que el infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto”, respondió el autor de El Aleph.
Entonces, doña Leonor le tomó la mano y le susurró: –”Prométeme que recitarás un Ave María todas las noches. Te pido que lo hagas cuando te retires a dormir. Hazlo, aunque yo no esté físicamente a tu lado, como si me dieras a mí el beso de las buenas noches”. –”Sabes, madre, yo creo que es mejor pensar que Dios no acepta sobornos”.
Doña Leonor se quedó un rato en silencio. –”Entonces, tengo que admitir que me has sobornado muchas veces. Lo has hecho cuando me dabas un beso antes de pedirme algo que querías”. Borges sonrió.
Tiempo después, el escritor admitió a un amigo suyo que, por amor a su madre, nunca se había olvidado de recitar todas las noches esa sencilla oración mariana.
Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986, a los 87 años. Ante la sorpresa de las pocas personas que le rodeaban en su lecho de muerte, pidió ver a un sacerdote católico. Así se hizo. Esto que hoy cuento ocurrió hace algunos años. Mi anciano amigo sacerdote nunca me dijo cuándo lo debía contar. Quiero hacerlo hoy y no sé por qué.»
Así se expresa Pablo Caruso, el amigo de aquel anciano sacerdote, en un artículo publicado en “La Gaceta” (5-II-2008).Y añade: «Voces y caras extrañas vendrán seguramente a desmentirme… ¿Y qué?»