miércoles, 20 de febrero de 2013

María Teresa Ferrari, su historia


"Una inteligencia bien disciplinada llega a todo lo que la voluntad se propone"
La Federación de Mujeres Universitarias Argentinas lo lleva como un estandarte inquebrantable: la doctora María Teresa Ferrari fue la primera docente universitaria de Latinoamérica.


Esta mujer de piel blanquísima y pelo azabache confesó sin rodeos que “una inteligencia bien disciplinada llega a todo lo que la voluntad se propone”. Semejante confidencia era, para las mujeres de principios del siglo XX, el salvoconducto anímico para pelear como hombres su lugar en el mundo. Y María Teresa peleó, con la misma fuerza de sus pares varones, hasta conseguir una cátedra en la Universidad de Buenos Aires. Eso sucedió dieciséis años después de haberse alzado con el título de médica, en 1911. No era una novedad en aquella primera década de mil novecientos que una mujer haya roto las barreras de su género entrando a los claustros de la Facultad de Medicina. Lo había hecho treinta años antes su colega y amiga de la adultez, Cecilia Grierson. Pero era toda una conquista para las damas de los turbulentos años veinte que una mujer accediese a la enseñanza superior.

Existe un vínculo cultural entre la mujer y la docencia. En la Argentina, la relación entre ambos tópicos aun sigue gozando de tan buena salud que ni el  feminismo más vernáculo encuentra una explicación ante el paradigma. Y esta analogía colectiva fue la que le permitió a la mujer de fines del siglo XIX aceptar su actividad docente como una prolongación de su rol maternal. Es que las costumbres de la época consideraban que la mujer que trabajaba, abandonaba el hogar y ponía en duda su moralidad. Todo lo contario sucedía cuando ellas gozaban de los privilegios de la enseñanza sistematizada, bajo el amparo de aquellos símbolos hoy tan calcáreos, pero vitales: la tiza y el pizarrón.

María Teresa Ferrari nació en Buenas Aires el 11 de octubre de 1887. Siguiendo los patrones de entonces, María se recibió de maestra en 1903, y ejerció la profesión tanto en el colegio William Morris como en la escuela Nº 3, Bernardino Rivadavia.  Con las mismas garras de acero que desde siempre llevó consigo (“Tengo en mi sangre temperamento de luchadora”, confesó muchos años después), provocó en esos ámbitos escolares lo que, tal vez en silencio, se había propuesto: cambiar de raíz las estrategias didácticas de aprendizaje bajo las que había sido formada. “Utilizaba en sus clases recursos didácticos muy atractivos” -declaró una ex alumna suya- “No venía con definiciones, que eso aburría a una chica de 16 o 17 años. Hacía charlas, decía palabras motivadoras para que nosotras construyéramos oraciones, frases. Usaba disparadores.” Todo eso provocó que las autoridades de unos de los establecimientos ordenaran la observación de sus clases. Pero a María no le importó. Estaba demasiado ocupada en sus estudios médicos que le demandaban grandes esfuerzos físicos y mentales.

Apenas recibida de médica pidió la adscripción a la cátedra de clínica obstétrica. Mientras espera que la Facultad se expidiese, María Teresa se casó con Nicolás Gaudino, un médico sin pretensiones con el que tuvo un hijo, Mario Nicolás. Si bien no hay constancia escrita de lo determinado por la Comisión Evaluadora de la Universidad, como era de esperar, a la doctora se le impidió, en una primera instancia, acceder a la escuela de la cátedra. De inmediato  hizo público un comentario sobre esa discriminación: “Promuévase la preparación de la mujer y ella sabrá desvirtuar los falsos conceptos de su inferioridad biológica, su debilidad física e intelectual y su irremediable mediocridad para la mayoría de los desempeños en que el hombre pretende tener injusta exclusividad”1. Pero en 1915 obtuvo la adscripción a la Escuela de Docentes de Medicina, pues ninguna reglamentación interna prohibía a una mujer el ingreso. Y aunque María Teresa fue desplazada a la Escuela de Parteras –considerada de menor jerarquía que la de obstetricia- terminó siendo admitida. Ni bien concluyó la preparatoria solicitó por escrito autorización para inscribirse al concurso de profesor suplente, que se encontraba vacante.  Eso era demasiado, había que impedirle el camino a esta mujer que quería alzarse con un puesto reservado para médicos varones. Entonces el Consejo Directivo de la Facultad echó mano a  un simple recurso burocrático: demoraron cuatro años en constituir el Tribunal examinador, además de alterar pruebas a su favor que el Audiencia había manifestado. Con todo, el puesto resultó vacante. No obstante eso, cuando por fin obtuvo el cargo de docente universitario el 12 de mayo de 1927, con trece votos a favor y sólo dos en contra, la doctora manifestó, también en forma pública, refiriéndose a aquel desagradable suceso: “Este fracaso, el primero de mi vida, en lugar de restarme bríos, y en lugar de aminorar mis entusiasmos y dejar a aparecer lágrimas a mis ojos y desalientos bien justificados, me sirvió en cambio de estímulo…”2 Por supuesto que le sirvió: la noticia del “Caso Gaudino”, recorrió los principales diarios de América Latina y España. Y ya no hubo vuelta atrás. La doctora comenzaba a formar parte de las estadísticas de los movimientos feministas del mundo y era ejemplo de muchas, de tantas, que ni si quiera  ella tenía conciencia de eso.

En todo caso tenía noción de que inmiscuirse en ámbitos castrenses, significaba una verdadera revolución. El 15 de junio de 1925 Gaudino fundaba, en el Hospital Militar Central,  el servicio de Tocoginecología y la Maternidad, con la inclusión de una incubadora de última generación y única en el país. Por supuesto, no le habrá sido nada fácil a la soldadesca aceptar que una mujer y civil, les impartiera órdenes. Pero una circunstancia como esa, como siempre, era para María Teresa un allanamiento en el camino de alguien acostumbrado a dar batalla, aunque se tratase de rodar por una cornisa. María fue jefa del servicio durante quince años hasta que el golpe militar de 1930 la llevó, por diferencias ideológicas con los directivos del Hospital, a plantar la renuncia a su cargo. El conservadurismo había echado raíces tan profundas que era inadmisible que una mujer estuviese a cargo de un área específica de salud. La discriminación volvía con su cara impiadosa, a sabiendas de que ella había creado el sector de la nada, llevándolo a ser un área modelo en el país.

De todos modos conviene señalar una última cuestión. Sólo después de su muerte, las autoridades del Hospital Militar Central reconocieron el valor de su paso por la institución a través de una nota publicada en la Revista de Sanidad Militar Argentina. Si bien el texto no reivindica con fuerza su paso por aquel organismo estatal (pues, sólo se le dedica dos renglones a la historia de sus logros), hay allí una suerte de exhortación a lo “femenino”. Esta y otras cuestiones, por cierto, no implicaron que la mujer haya conseguido derribar todos los obstáculos que le impedían (y le impiden) ocupar espacios reservados al varón. Las conquistas de Gaudino vienen a añadir el coraje suficiente como para que la evidente injusticia de los sexos, que ahogaba a hasta la asfixia a aquellas mujeres dotadas de una aguda inteligencia, no  extienda  sus tentáculos hasta defenestrar los méritos personales de cada una de ellas. María Teresa mantuvo en su corazón, como una braza ardiente, el ideal de autonomía e igualdad; pero sobretodo, el de libertad de pensamiento. Así lo demostró el día que se le exigió la renuncia después de cuarenta y tres años de docencia en el nivel medio.  Era lógico: se había negado a afiliarse al Partido Peronista y a contribuir a una colecta con fines partidarios. La mujer con garras de acero y voluntad espartana decidió poner punto final a su carrera docente ante tanta grosería. De la docencia universitaria se retiró en forma voluntaria y con todos los honores después de treinta y siete años. Antes de morir en 1956, le habían dado el cargo de Profesora Extraordinaria de Clínica Obstétrica. María Teresa Ferrari de Gaudino, la mujer que no sólo conoció a Mme. Curie en un curso de perfeccionamiento que realizó con la “dama del Radio”, y que trajo al país el tratamiento del fibroma de útero mediante la técnica de radiación,  es una muestra de totalidad espiritual, de un sinnúmero de voluntades extraordinarias: abriéndose paso a través de un mundo intolerante y mezquino.  Su historia de vida es casi perfecta. Su legado, aun más reconfortante.  

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