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Esta mujer de piel blanquísima y pelo azabache confesó sin
rodeos que “una inteligencia bien disciplinada llega a todo lo que la voluntad
se propone”. Semejante confidencia era, para las mujeres de principios del
siglo XX, el salvoconducto anímico para pelear como hombres su lugar en el
mundo. Y María Teresa peleó, con la misma fuerza de sus pares varones, hasta
conseguir una cátedra en la Universidad de Buenos Aires. Eso sucedió dieciséis
años después de haberse alzado con el título de médica, en 1911. No era una
novedad en aquella primera década de mil novecientos que una mujer haya roto
las barreras de su género entrando a los claustros de la Facultad de Medicina.
Lo había hecho treinta años antes su colega y amiga de la adultez, Cecilia
Grierson. Pero era toda una conquista para las damas de los turbulentos años
veinte que una mujer accediese a la enseñanza superior.
Existe un vínculo cultural entre la mujer y la docencia. En
la Argentina, la relación entre ambos tópicos aun sigue gozando de tan buena
salud que ni el feminismo más vernáculo
encuentra una explicación ante el paradigma. Y esta analogía colectiva fue la que
le permitió a la mujer de fines del siglo XIX aceptar su actividad docente como
una prolongación de su rol maternal. Es que las costumbres de la época
consideraban que la mujer que trabajaba, abandonaba el hogar y ponía en duda su
moralidad. Todo lo contario sucedía cuando ellas gozaban de los privilegios de
la enseñanza sistematizada, bajo el amparo de aquellos símbolos hoy tan
calcáreos, pero vitales: la tiza y el pizarrón.
María Teresa Ferrari nació en Buenas Aires el 11 de octubre
de 1887. Siguiendo los patrones de entonces, María se recibió de maestra en
1903, y ejerció la profesión tanto en el colegio William Morris como en la
escuela Nº 3, Bernardino Rivadavia. Con
las mismas garras de acero que desde siempre llevó consigo (“Tengo en mi sangre
temperamento de luchadora”, confesó muchos años después), provocó en esos
ámbitos escolares lo que, tal vez en silencio, se había propuesto: cambiar de
raíz las estrategias didácticas de aprendizaje bajo las que había sido formada.
“Utilizaba en sus clases recursos didácticos muy atractivos” -declaró una ex
alumna suya- “No venía con definiciones, que eso aburría a una chica de 16 o 17
años. Hacía charlas, decía palabras motivadoras para que nosotras
construyéramos oraciones, frases. Usaba disparadores.” Todo eso provocó que las
autoridades de unos de los establecimientos ordenaran la observación de sus
clases. Pero a María no le importó. Estaba demasiado ocupada en sus estudios
médicos que le demandaban grandes esfuerzos físicos y mentales.
Apenas recibida de médica pidió la adscripción a la cátedra
de clínica obstétrica. Mientras espera que la Facultad se expidiese, María
Teresa se casó con Nicolás Gaudino, un médico sin pretensiones con el que tuvo
un hijo, Mario Nicolás. Si bien no hay constancia escrita de lo determinado por
la Comisión Evaluadora de la Universidad, como era de esperar, a la doctora se
le impidió, en una primera instancia, acceder a la escuela de la cátedra. De
inmediato hizo público un comentario
sobre esa discriminación: “Promuévase la preparación de la mujer y ella sabrá
desvirtuar los falsos conceptos de su inferioridad biológica, su debilidad
física e intelectual y su irremediable mediocridad para la mayoría de los
desempeños en que el hombre pretende tener injusta exclusividad”1. Pero en 1915
obtuvo la adscripción a la Escuela de Docentes de Medicina, pues ninguna
reglamentación interna prohibía a una mujer el ingreso. Y aunque María Teresa
fue desplazada a la Escuela de Parteras –considerada de menor jerarquía que la
de obstetricia- terminó siendo admitida. Ni bien concluyó la preparatoria
solicitó por escrito autorización para inscribirse al concurso de profesor
suplente, que se encontraba vacante. Eso
era demasiado, había que impedirle el camino a esta mujer que quería alzarse con
un puesto reservado para médicos varones. Entonces el Consejo Directivo de la
Facultad echó mano a un simple recurso
burocrático: demoraron cuatro años en constituir el Tribunal examinador, además
de alterar pruebas a su favor que el Audiencia había manifestado. Con todo, el
puesto resultó vacante. No obstante eso, cuando por fin obtuvo el cargo de
docente universitario el 12 de mayo de 1927, con trece votos a favor y sólo dos
en contra, la doctora manifestó, también en forma pública, refiriéndose a aquel
desagradable suceso: “Este fracaso, el primero de mi vida, en lugar de restarme
bríos, y en lugar de aminorar mis entusiasmos y dejar a aparecer lágrimas a mis
ojos y desalientos bien justificados, me sirvió en cambio de estímulo…”2 Por
supuesto que le sirvió: la noticia del “Caso Gaudino”, recorrió los principales
diarios de América Latina y España. Y ya no hubo vuelta atrás. La doctora
comenzaba a formar parte de las estadísticas de los movimientos feministas del
mundo y era ejemplo de muchas, de tantas, que ni si quiera ella tenía conciencia de eso.
En todo caso tenía noción de que inmiscuirse en ámbitos
castrenses, significaba una verdadera revolución. El 15 de junio de 1925
Gaudino fundaba, en el Hospital Militar Central, el servicio de Tocoginecología y la
Maternidad, con la inclusión de una incubadora de última generación y única en
el país. Por supuesto, no le habrá sido nada fácil a la soldadesca aceptar que
una mujer y civil, les impartiera órdenes. Pero una circunstancia como esa,
como siempre, era para María Teresa un allanamiento en el camino de alguien
acostumbrado a dar batalla, aunque se tratase de rodar por una cornisa. María
fue jefa del servicio durante quince años hasta que el golpe militar de 1930 la
llevó, por diferencias ideológicas con los directivos del Hospital, a plantar
la renuncia a su cargo. El conservadurismo había echado raíces tan profundas
que era inadmisible que una mujer estuviese a cargo de un área específica de
salud. La discriminación volvía con su cara impiadosa, a sabiendas de que ella
había creado el sector de la nada, llevándolo a ser un área modelo en el país.
De todos modos conviene señalar una última cuestión. Sólo
después de su muerte, las autoridades del Hospital Militar Central reconocieron
el valor de su paso por la institución a través de una nota publicada en la
Revista de Sanidad Militar Argentina. Si bien el texto no reivindica con fuerza
su paso por aquel organismo estatal (pues, sólo se le dedica dos renglones a la
historia de sus logros), hay allí una suerte de exhortación a lo “femenino”.
Esta y otras cuestiones, por cierto, no implicaron que la mujer haya conseguido
derribar todos los obstáculos que le impedían (y le impiden) ocupar espacios
reservados al varón. Las conquistas de Gaudino vienen a añadir el coraje
suficiente como para que la evidente injusticia de los sexos, que ahogaba a
hasta la asfixia a aquellas mujeres dotadas de una aguda inteligencia, no extienda
sus tentáculos hasta defenestrar los méritos personales de cada una de
ellas. María Teresa mantuvo en su corazón, como una braza ardiente, el ideal de
autonomía e igualdad; pero sobretodo, el de libertad de pensamiento. Así lo
demostró el día que se le exigió la renuncia después de cuarenta y tres años de
docencia en el nivel medio. Era lógico:
se había negado a afiliarse al Partido Peronista y a contribuir a una colecta
con fines partidarios. La mujer con garras de acero y voluntad espartana
decidió poner punto final a su carrera docente ante tanta grosería. De la
docencia universitaria se retiró en forma voluntaria y con todos los honores
después de treinta y siete años. Antes de morir en 1956, le habían dado el
cargo de Profesora Extraordinaria de Clínica Obstétrica. María Teresa Ferrari
de Gaudino, la mujer que no sólo conoció a Mme. Curie en un curso de
perfeccionamiento que realizó con la “dama del Radio”, y que trajo al país el
tratamiento del fibroma de útero mediante la técnica de radiación, es una muestra de totalidad espiritual, de un
sinnúmero de voluntades extraordinarias: abriéndose paso a través de un mundo
intolerante y mezquino. Su historia de
vida es casi perfecta. Su legado, aun más reconfortante.
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